El Jardin de Dios
Se habían buscado toda su vida.
Se habían buscado sin encontrarse.
La suya era una historia de esas que fluctúan entre la tristeza y la desesperanza; todas las fuerzas del universo se habían unido para mantenerlos al margen, separados el uno del otro sin posibilidad de hallar un punto de encuentro; y sin embargo habían vivido de forma increíblemente paralela cada uno de sus días..
Nunca llegaron a conocerse, ni siquiera vivieron en la misma ciudad, y sin embargo, cualquier observador externo hubiese afirmado, sin un ligero temblor en la voz, que habían nacido el uno para el otro.
Sin lugar a dudas, en otras circunstancias, la suya hubiese sido una historia de las consideradas vulgares, se hubiesen casado, y hubiesen envejecido el uno al lado del otro, hasta que el cansancio se los llevase directamente a la eternidad. Sin embargo nada fue como debía haber sido.
Se podría decir que vivieron la misma vida, a pesar de la distancia que los separaba. Se sentaban a desayunar a la misma hora, siempre de frente a una ventana que se asomaba melancólica a una calle anónima de cualquier ciudad, sintonizaban la misma cadena de radio mientras daban vueltas a su tazón de cereales con fibra; entraban a trabajar a la misma hora, en oficinas donde apenas si eran mas que una sombra; se escapaban los mismos días a su placer privado de una sesión de buen cine, y de vuelta a casa les gustaba poner el mismo CD hasta que los vencía el sueño y se rendían a la noche abrazados a la almohada.
Una noche de invierno, una de esas noches de lluvia torrencial, en las que a ambos les gustaba salir a pasear por los paseos de sus ciudades; incluso se podrían haber cruzado en su paseo, si hubiesen estado en la misma ciudad. El andaría distraído, con los cascos puestos y a todo volumen, tatareando una de sus canciones preferidas de un grupo folkie;: ella pasaría a su lado, parapetada tras un gran paraguas de color azul. El miraría el paraguas, como atraído por una fuerza venida desde el mas allá; y ella estaría a punto de bajar su paraguas atraída por el susurro de sus canción preferida. Quizás incluso el destino les hubiese permitido mirarse a los ojos. Pero la distancia asesinaba cruelmente toda posibilidad
Ella era asaltada cada noche por una caricia inexistente; sentía su mano deslizándose suave por el interior de su brazo, y todo el vello de su cuerpo se erizaba en una extraña mezcla de deseo y miedo. Se despertaba sudorosa, el corazón decididamente desbocado por la sensación de que le faltaba algo, sin lo que no valía la pena seguir viviendo.
Cada noche, a la misma hora en que el corazón de ella se desbocaba, el abría los ojos en la oscuridad de su habitación; y por unos segundos seguía viendo nítidamente su sonrisa; una sonrisa franca y agradable, que hacia que sus labios se humedeciesen con las ganas de besar aquella boca sonriente. Al principio encendía la luz, pero entonces la visión de aquella sonrisa se desvanecía; así que, con el tiempo, aprendió a quedarse muy quieto, a oscuras, disfrutando de aquella sonrisa franca, soñando despierto, como seria el sabor de aquellos labios de sonrisa inigualable.
Conocieron muchas personas; pero jamás se llenó el vacío de su interior..
Ella dejó que algunas manos varoniles la acariciaran; pero aquellas caricias le parecían agresiones brutales; por lo que con el tiempo se negó a buscar mas; y se convirtió en una de esas personas que algunos llaman familias unipersonales, otros singles, y algunos solteronas. Era sencillamente un alma buscando su gemela; mucho mas que eso; era un alma partida en busca de su otra mitad.
El besó algunos labios femeninos, incluso disfrutó del beso en una o dos ocasiones; pero nunca encontró una sonrisa igual a la soñada; por lo que con el tiempo se negó a buscar mas; y se convirtió en una de esas personas que algunos llaman familias unipersonales, otros singles, y algunos solterones. Era sencillamente un alma buscando su gemela; mucho mas que eso; era un alma partida en busca de su otra mitad.
Pasaron los años, lentamente uno tras otro; como con pereza y sin ganas; como sin razón para apurarse.
Ella se murió mientras subía las escaleras con la compra; resbalo en uno de los escalones gastados de su vetusto edificio; el primer golpe la partió el cuello. El resto de la caída fue un mero divertimento del destino, ya estaba muerta desde el primer golpe. Lo ultimo que sintió fue la suave caricia de aquella mano sobre su brazo. Tuvo tiempo a sonreír.
El falleció a la misma hora, tranquilamente tumbado en la cama de un asilo; se lo llevó un infarto de miocardio, ya se sabe... los años. Lo ultimo que vio, antes del asalto de la oscuridad, fue aquella sonrisa franca, la de los labios de inimaginable sabor. Sonreía.
Aquella alma rota subió al cielo, cercano un trozo al otro, y sin embargo separadas por una extraña eternidad.
Dicen que Dios tiene un jardín en el cielo. Debe ser un jardín realmente especial, porque allí planta las almas que jamás hallaron su verdadero amor en la tierra. Es como un regalo póstumo de Dios, allí cada alma se convierte en una planta de flor, y todo lo que no pudo entregar en la tierra a su amor verdadero, lo regala al cielo en forma de agradable aroma. Aroma de amor verdadero.
Debe ser todo un espectáculo ver a Dios, convertido en celestial jardinero; de rodillas en tierra, abriéndola con sus propias manos para depositar en el fondo una de estas almas desgraciadas, con verdadera ternura. Debe ser impresionante ver como limpia calladamente la tierra de malas hierbas, acariciando a la incipiente planta mientras empieza a disfrutar ya lo que será su aroma. Debe ser para contar, ver como el jardinero poda cada plantita, reprimiendo un ligero gesto de dolor cuando la cuchilla hiere la suave piel de la planta.
Debe ser un jardín especial, a la altura de su especial jardinero.
Cuando sus almas llegaron al jardín celestial, el jardinero las puso en su zurrón, junto con las de unos amantes muertos en su noche de bodas; y las de otros amantes separados por tradiciones idiotas de un mundo muy lejano al corazón de su creador.
Fue plantando con cariño cada alma en un lugar diferente; al jubilado muerto de pena junto al lecho de su amada, lo planto cerca de una hortensia preciosa, producto del alma de una mujer griega asesinada por un amante despechado; el alma destrozada de un joven muerto en accidente el mismo día de su boda, reposó debajo de un gigantesco magnolio, nacido mucho tiempo atrás del alma de un pobre judío errante, inspiración de mas de una obra trágica. Quiso la suerte (si algo tan cruel de verdad existe) que incluso en el jardín celestial sus almas quedasen separadas; relegadas a dos esquinas muy distantes la una de la otra.
Quizás el jardinero se equivocó...
Solo quizás.
Al principio, durante los primeros años de la inacabable eternidad, todo pareció transcurrir con la tendencia habitual, primero un pequeño brote, luego una plantilla indefinible, que con el tiempo se manifiesta en su especie y color. Las dos almas separadas por el celestial jardín, crecieron ambas como rosales jóvenes y frescos, diferenciales solo por su color, uno blanco y otro rojo.
El aroma de los rosales se extendió pronto por el jardín; mezclándose con los olores de margaritas, yucas, clavelinas, gardenias, tulipanes, mimosas, flores de tojo y todas las flores imaginables nacidas de los cuidados de jardinero.
Lo normal hubiese sido que las almas siguiesen brindando sus aromáticas rosas al jardinero temporada tras temporada de la eterna primavera del jardín celestial.
Pero no fue así.
Mientras todos los arbustos, árboles, plantas; bulbos o semillas del jardín seguían su casi lujuriosa floración; los rosales empezaron a marchitarse y a inclinarse como rindiéndose a la fuerza de la gravedad. El jardinero los visitaba cada día; arrancaba las hojas ya muertas, las trituraba entre sus manos, y las añadía al humus del suelo; regularmente atraía alguna nube cargada de humedad, y la exprimía con cuidado cerca del lugar en el que el tallo se clavaba en el terreno. Alguna de las celestiales noches, podríamos haber visto al jardinero de rodillas cerca de alguno de los arbustos, susurrándole lentamente palabras que nadie mas que los rosales podían escuchar.
No parecía que la lenta muerte de aquellos dos rosales afectase demasiado al jardinero; los cuidaba con cariño; pero su rostro no mostraba preocupación extrema; ni siquiera una ligera sombra de desazón entenebrecía su expresión.
Lentamente, con la cadencia de una prolongada agonía, los rosales dejaron caer su última hoja en el mismo instante. Era la primera muerte que se daba en el jardín celestial; la primera vez que se malograba una floración; la primera vez que el hedor de la putrefacción de una planta se mezclaba con el aroma vivo de las flores del jardín.
El jardinero caminó lentamente hasta el centro de su jardín; allí se arrodillo lentamente y con un dedo apartó un poco del polvo de la tierra del jardín celestial; y allí se irguió una pequeña plantita; apenas que si el esbozo de lo que seria algún día un rosal. Aunque el jardinero no había plantado allí ningún alma.
Cuando el rosal se desarrolló, llego el momento de la primera floración, y se insinuaron dos capullos en la misma rama; dos capullos entrelazados como una sola flor.
Y se completó el milagro; cuando los capullos se abrieron, todas las plantas del jardín se inclinaron a mirar lo sucedido. (Una rosa roja y una rosa blanca de entrelazaban hasta tocarse suavemente, como en un beso.
El jardinero, lejos de sorprenderse, sonrió complaciente. El sabia perfectamente lo que había ocurrido.
Los rosales habían muerto porque habían consumido todas sus fuerzas en extender sus raíces a lo largo del terreno, hasta que con sus ultimas fuerzas se habían encontrado en el centro del jardín, entrelazándose y propiciando el nacimiento de un nuevo rosal, que producía rosas de dos en dos; una blanca y una roja; rosas que se besaban tiernamente para disfrutar eternamente de un amor que cualquiera hubiese pensado se les había negado en vida.
Las almas partidas siempre se encuentran; aunque tenga que ser en un jardín de algún lugar de la eternidad.
Mael Dhuin.
Se habían buscado sin encontrarse.
La suya era una historia de esas que fluctúan entre la tristeza y la desesperanza; todas las fuerzas del universo se habían unido para mantenerlos al margen, separados el uno del otro sin posibilidad de hallar un punto de encuentro; y sin embargo habían vivido de forma increíblemente paralela cada uno de sus días..
Nunca llegaron a conocerse, ni siquiera vivieron en la misma ciudad, y sin embargo, cualquier observador externo hubiese afirmado, sin un ligero temblor en la voz, que habían nacido el uno para el otro.
Sin lugar a dudas, en otras circunstancias, la suya hubiese sido una historia de las consideradas vulgares, se hubiesen casado, y hubiesen envejecido el uno al lado del otro, hasta que el cansancio se los llevase directamente a la eternidad. Sin embargo nada fue como debía haber sido.
Se podría decir que vivieron la misma vida, a pesar de la distancia que los separaba. Se sentaban a desayunar a la misma hora, siempre de frente a una ventana que se asomaba melancólica a una calle anónima de cualquier ciudad, sintonizaban la misma cadena de radio mientras daban vueltas a su tazón de cereales con fibra; entraban a trabajar a la misma hora, en oficinas donde apenas si eran mas que una sombra; se escapaban los mismos días a su placer privado de una sesión de buen cine, y de vuelta a casa les gustaba poner el mismo CD hasta que los vencía el sueño y se rendían a la noche abrazados a la almohada.
Una noche de invierno, una de esas noches de lluvia torrencial, en las que a ambos les gustaba salir a pasear por los paseos de sus ciudades; incluso se podrían haber cruzado en su paseo, si hubiesen estado en la misma ciudad. El andaría distraído, con los cascos puestos y a todo volumen, tatareando una de sus canciones preferidas de un grupo folkie;: ella pasaría a su lado, parapetada tras un gran paraguas de color azul. El miraría el paraguas, como atraído por una fuerza venida desde el mas allá; y ella estaría a punto de bajar su paraguas atraída por el susurro de sus canción preferida. Quizás incluso el destino les hubiese permitido mirarse a los ojos. Pero la distancia asesinaba cruelmente toda posibilidad
Ella era asaltada cada noche por una caricia inexistente; sentía su mano deslizándose suave por el interior de su brazo, y todo el vello de su cuerpo se erizaba en una extraña mezcla de deseo y miedo. Se despertaba sudorosa, el corazón decididamente desbocado por la sensación de que le faltaba algo, sin lo que no valía la pena seguir viviendo.
Cada noche, a la misma hora en que el corazón de ella se desbocaba, el abría los ojos en la oscuridad de su habitación; y por unos segundos seguía viendo nítidamente su sonrisa; una sonrisa franca y agradable, que hacia que sus labios se humedeciesen con las ganas de besar aquella boca sonriente. Al principio encendía la luz, pero entonces la visión de aquella sonrisa se desvanecía; así que, con el tiempo, aprendió a quedarse muy quieto, a oscuras, disfrutando de aquella sonrisa franca, soñando despierto, como seria el sabor de aquellos labios de sonrisa inigualable.
Conocieron muchas personas; pero jamás se llenó el vacío de su interior..
Ella dejó que algunas manos varoniles la acariciaran; pero aquellas caricias le parecían agresiones brutales; por lo que con el tiempo se negó a buscar mas; y se convirtió en una de esas personas que algunos llaman familias unipersonales, otros singles, y algunos solteronas. Era sencillamente un alma buscando su gemela; mucho mas que eso; era un alma partida en busca de su otra mitad.
El besó algunos labios femeninos, incluso disfrutó del beso en una o dos ocasiones; pero nunca encontró una sonrisa igual a la soñada; por lo que con el tiempo se negó a buscar mas; y se convirtió en una de esas personas que algunos llaman familias unipersonales, otros singles, y algunos solterones. Era sencillamente un alma buscando su gemela; mucho mas que eso; era un alma partida en busca de su otra mitad.
Pasaron los años, lentamente uno tras otro; como con pereza y sin ganas; como sin razón para apurarse.
Ella se murió mientras subía las escaleras con la compra; resbalo en uno de los escalones gastados de su vetusto edificio; el primer golpe la partió el cuello. El resto de la caída fue un mero divertimento del destino, ya estaba muerta desde el primer golpe. Lo ultimo que sintió fue la suave caricia de aquella mano sobre su brazo. Tuvo tiempo a sonreír.
El falleció a la misma hora, tranquilamente tumbado en la cama de un asilo; se lo llevó un infarto de miocardio, ya se sabe... los años. Lo ultimo que vio, antes del asalto de la oscuridad, fue aquella sonrisa franca, la de los labios de inimaginable sabor. Sonreía.
Aquella alma rota subió al cielo, cercano un trozo al otro, y sin embargo separadas por una extraña eternidad.
Dicen que Dios tiene un jardín en el cielo. Debe ser un jardín realmente especial, porque allí planta las almas que jamás hallaron su verdadero amor en la tierra. Es como un regalo póstumo de Dios, allí cada alma se convierte en una planta de flor, y todo lo que no pudo entregar en la tierra a su amor verdadero, lo regala al cielo en forma de agradable aroma. Aroma de amor verdadero.
Debe ser todo un espectáculo ver a Dios, convertido en celestial jardinero; de rodillas en tierra, abriéndola con sus propias manos para depositar en el fondo una de estas almas desgraciadas, con verdadera ternura. Debe ser impresionante ver como limpia calladamente la tierra de malas hierbas, acariciando a la incipiente planta mientras empieza a disfrutar ya lo que será su aroma. Debe ser para contar, ver como el jardinero poda cada plantita, reprimiendo un ligero gesto de dolor cuando la cuchilla hiere la suave piel de la planta.
Debe ser un jardín especial, a la altura de su especial jardinero.
Cuando sus almas llegaron al jardín celestial, el jardinero las puso en su zurrón, junto con las de unos amantes muertos en su noche de bodas; y las de otros amantes separados por tradiciones idiotas de un mundo muy lejano al corazón de su creador.
Fue plantando con cariño cada alma en un lugar diferente; al jubilado muerto de pena junto al lecho de su amada, lo planto cerca de una hortensia preciosa, producto del alma de una mujer griega asesinada por un amante despechado; el alma destrozada de un joven muerto en accidente el mismo día de su boda, reposó debajo de un gigantesco magnolio, nacido mucho tiempo atrás del alma de un pobre judío errante, inspiración de mas de una obra trágica. Quiso la suerte (si algo tan cruel de verdad existe) que incluso en el jardín celestial sus almas quedasen separadas; relegadas a dos esquinas muy distantes la una de la otra.
Quizás el jardinero se equivocó...
Solo quizás.
Al principio, durante los primeros años de la inacabable eternidad, todo pareció transcurrir con la tendencia habitual, primero un pequeño brote, luego una plantilla indefinible, que con el tiempo se manifiesta en su especie y color. Las dos almas separadas por el celestial jardín, crecieron ambas como rosales jóvenes y frescos, diferenciales solo por su color, uno blanco y otro rojo.
El aroma de los rosales se extendió pronto por el jardín; mezclándose con los olores de margaritas, yucas, clavelinas, gardenias, tulipanes, mimosas, flores de tojo y todas las flores imaginables nacidas de los cuidados de jardinero.
Lo normal hubiese sido que las almas siguiesen brindando sus aromáticas rosas al jardinero temporada tras temporada de la eterna primavera del jardín celestial.
Pero no fue así.
Mientras todos los arbustos, árboles, plantas; bulbos o semillas del jardín seguían su casi lujuriosa floración; los rosales empezaron a marchitarse y a inclinarse como rindiéndose a la fuerza de la gravedad. El jardinero los visitaba cada día; arrancaba las hojas ya muertas, las trituraba entre sus manos, y las añadía al humus del suelo; regularmente atraía alguna nube cargada de humedad, y la exprimía con cuidado cerca del lugar en el que el tallo se clavaba en el terreno. Alguna de las celestiales noches, podríamos haber visto al jardinero de rodillas cerca de alguno de los arbustos, susurrándole lentamente palabras que nadie mas que los rosales podían escuchar.
No parecía que la lenta muerte de aquellos dos rosales afectase demasiado al jardinero; los cuidaba con cariño; pero su rostro no mostraba preocupación extrema; ni siquiera una ligera sombra de desazón entenebrecía su expresión.
Lentamente, con la cadencia de una prolongada agonía, los rosales dejaron caer su última hoja en el mismo instante. Era la primera muerte que se daba en el jardín celestial; la primera vez que se malograba una floración; la primera vez que el hedor de la putrefacción de una planta se mezclaba con el aroma vivo de las flores del jardín.
El jardinero caminó lentamente hasta el centro de su jardín; allí se arrodillo lentamente y con un dedo apartó un poco del polvo de la tierra del jardín celestial; y allí se irguió una pequeña plantita; apenas que si el esbozo de lo que seria algún día un rosal. Aunque el jardinero no había plantado allí ningún alma.
Cuando el rosal se desarrolló, llego el momento de la primera floración, y se insinuaron dos capullos en la misma rama; dos capullos entrelazados como una sola flor.
Y se completó el milagro; cuando los capullos se abrieron, todas las plantas del jardín se inclinaron a mirar lo sucedido. (Una rosa roja y una rosa blanca de entrelazaban hasta tocarse suavemente, como en un beso.
El jardinero, lejos de sorprenderse, sonrió complaciente. El sabia perfectamente lo que había ocurrido.
Los rosales habían muerto porque habían consumido todas sus fuerzas en extender sus raíces a lo largo del terreno, hasta que con sus ultimas fuerzas se habían encontrado en el centro del jardín, entrelazándose y propiciando el nacimiento de un nuevo rosal, que producía rosas de dos en dos; una blanca y una roja; rosas que se besaban tiernamente para disfrutar eternamente de un amor que cualquiera hubiese pensado se les había negado en vida.
Las almas partidas siempre se encuentran; aunque tenga que ser en un jardín de algún lugar de la eternidad.
Mael Dhuin.
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